La hora interior 3. Lo que dice la música: Frédéric Chopin





LA HORA INTERIOR.

3. Lo que dice la música: Frédéric Chopin.
Preludio en Mi-Menor (op.28 no.4)

Chopin, durante el frío invierno de 1838-39, en la localidad mallorquina de Valldemosa, se ha sentado frente al piano, sus manos silenciosas, frágiles, se deslizan en la piel del petrificado instrumento que cobra vida cuando se hunde el tacto en su herida sonora. Los verdes jardines se aquietan, duermen cuando la primera nota se transmuta en eco, en pulsación, en olvido. Un agua vertiginosa se entreteje en el segundo compás, los ojos del hombre cansado, agotado y enfermo se cierran, se abren al ritmo de las notas que han surgido, de manera casi secreta, de unos dedos purificados por el orden ininterrumpido del tiempo.
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer dijo que la música es, entre otras cosas, el verdadero lenguaje universal, y que obra de una manera tan poderosa sobre lo más íntimo del ser humano, que su claridad supera incluso a la misma intuición. Música: armonía en y para el mundo, palabra flotante en el aire de los sueños, río fugitivo, vivir y morir en la incandescencia de un instante, aventura a lo desconocido, constancia, dispersión de sonidos, amalgama de lo eterno, perplejidad en el oído humano, esfuerzo, alimento de los amantes y de los no amados, fluidez, onda vibrante, armónica metáfora del tiempo.
La composición de Chopin, recordemos los Preludios escritos para el Opus.28 o los Nocturnos, flota entre lo melancólico y lo vívido, entre lo común y lo indecible. Su música es hoy el claustro de los afligidos; él fue un triste hombre cuyo cuerpo se consumió a la par del trabajo. Nada más sabemos, salvo que en sus manos estaba la geografía del mundo tatuada en la compleja sensación del estar vivo.
En la novela epistolar de Marguerite Yourcenar, Alexis o el tratado del inútil combate, reluce el siguiente fragmento: “La música me ponía en un estado de entumecimiento muy agradable, un poco singular. Parecía como si todo se inmovilizara, salvo el latir de las arterias; como si la vida hubiera huido de mi cuerpo y fuera bueno estar tan cansado. Era un placer, era casi un sufrimiento”. La unidad de las cosas del mundo se enmudece en la música para retornar a un estado natural, casi virgen. El sentir de Alexis es equiparable a alguien que ha hallado en la música el ensanchamiento, la serenidad y la profundidad del silencio. El dolor o el placer son estados que un acorde puede modelar y transformar en materia para la voluntad humana, es por ello que una situación particular de nuestra vida puede reducirse a la hondura de una melodía.
Cae la lluvia en la cartuja de Valldemosa, gotas de agua resbalan en los ventanales y sobre el tejado. Entre la sonoridad del agua retumban unas notas que se hunden en un silencio vivo, en un silencio lleno de brevedad y de plenitud. La partitura reposa en la madera del piano alquilado y Chopin ha concluido el Preludio en Mi-Menor. La música ha callado, su sollozo interminable aún se escucha en las gotas de lluvia.

Wilson Pérez Uribe.

La hora interior 2. La Biblioteca de Alejandría y el rumor del papiro







LA HORA INTERIOR.

2. La Biblioteca de Alejandría y el rumor del papiro.

- A María García Esperón


Fundada a comienzos del siglo III a. C por Ptolomeo I, la Biblioteca de Alejandría fue una obra monumental donde comenzó, en su mayor esplendor, la aventura espacial cargada del proceloso mar de la observación y de la imaginación. Adecuada como un centro para el estudio y la investigación, tanto para personas locales como foráneas, la biblioteca poseía jardines, salas de reuniones y un laboratorio. Alejandría fue un amplio y renovado conjunto de diversidad donde la ciencia y el saber se mezclaban con la cultura y con el próspero destino de las lenguas.

El genio de unos pocos, acaso privilegiados, proyectó un hondo latir en el corazón de Alejandría. Sabemos que Euclides se dedicó al estudio de la geometría; lenguaje de la línea y del número que permanece en nuestras vidas modernas de manera infatigable. Hiparco de Nícea observó con gran interés las estrellas y las constelaciones, llegando a contar en un solo mapa cerca de mil estrellas. El cielo estrellado no era una velada ficción, era la escritura de la siembra y la música de los ciclos. El anatomista Herófilo abrió una escuela de medicina donde por vez primera se realizaron disecciones humanas; el cuerpo se erguía sobre las piedras, en la dispersa hora matinal, para contemplar su carne y sus huesos. Eratóstenes, director de la biblioteca en el año 255 a.C, se desempeñó como poeta y científico, y fue el primero en calcular la circunferencia de la tierra; una roca, un madero mal tallado y la sombra, fueron piadosos dones de la medida del planeta.

La historia nos dice que la sabiduría de la civilización egipcia alcanzó el cénit de su grandeza por el hecho de que se “requisaban” los textos de los autores, y sobre todo de extranjeros, y que estos eran copiados y luego devueltos. Se llegó a la abrumadora suma de un millón de pergaminos. La biblioteca alcanzó a ser el fondo común donde residía la mayoría de los libros del mundo antiguo.

Los primeros modelos del libro fueron el hueso y la piedra. La escritura cuneiforme, originaria del cercano oriente, supo tallarse en el duro mineral. El papiro fue en Alejandría el material preciso para grabar datos escritos, ya que se podía guardar en rollos o volúmenes. En la Biblioteca de Alejandría encontramos los primeros vestigios de orden y de clasificación; no obstante, entrevemos también la justa idea de que abrir un libro es recordar el rumoroso papiro enamorado del agua quieta y de las estudiadas estrellas, es habitar de nuevo las estancias de una ciudad que configuró el mundo antiguo hasta convertirlo en un arquetipo de belleza y de perfección.

Carl Sagan alguna vez escribió que “los libros rompen las cadenas del tiempo, un libro es la prueba de que los humanos son capaces de hacer magia”. Acudimos a los libros con extrañez, como si nos acercáramos a algo tan antiguo como nuestra memoria misma. Al tocarlos percibimos que el oriente no está tan lejano, sentimos interiormente que el libro hecho de seda por antiguos astrónomos chinos fluye en nuestras manos con delicada armonía.

La Biblioteca de Alejandría fue el inacabado espíritu donde el libro acudió, y acude, a reducir esas fronteras casi impenetrables entre Oriente y Occidente. Ahora leer las tragedias de Esquilo o Sófocles, la Colección de la Miríada de Hojas o las Upanishads, es parte de nuestro agradecido festín con la página, recuerdo imborrable del pasado donde la arena se confundía con el espumoso Nilo.

Wilson Pérez Uribe.