Ciudad de carne y primavera



Qué claman mis ojos, qué toca la extensión carnosa de mis manos,
qué caminan sin caminar mis pies, qué ciega los labios
y con ellos las palabras y la luz vertical de la memoria.
Hablar con otros verbos es también callar, hablar con la mirada
es silenciar lo que se ve; hablar con los ojos, con la quietud del cuerpo;
dialogar con los labios sellados; dialogar con las sílabas del corazón
para entender la fija idea de estas calles que en su penumbra
se hunden, se alargan, que ceden a la oscura soledad de los que transitan.

Escribo en la rugosa página mental, delineo lo que observo,
olvido lo que pasa sin decir, sin murmurar. Escribo sin orden,
soy anárquico en mi contemplar; escribo porque las horas
se deshacen en el tiempo, hay que atraparlas en los muros,
en las imágenes, en la luz intermitente que transita,
en la esquina rumorosa, en la banca que no espera ser ocupada,
en el semáforo multicolor cuya vida es un triste hábito.
Yo soy la célula de la corporal ciudad, el blando tejido de su carne.
Yo soy el transeúnte, el aroma citadino, el rostro en la ventana,
el que se detiene, el que rápido camina, el que ríe, el que teme,
el que espera cruzar la calle, el que observa con incredulidad,
el crédulo, la sombra del guayacán en flor, la casa que guarda
cada gota de sangre derramada, la voz temblorosa de quien,
en sólo un instante, ha vivido la muerte y sus huellas sus olores y sus gritos.
Yo soy la ciudad de rostros ocultos, la ciudad de lentas lágrimas.

La ciudad nocturna se desnuda: frente a mí un mendigo
extiende su mano cóncava, infinitamente su rostro
se sumerge en las sombras, yo le miro y paso de largo.
El desperdicio material de la ciudad se convierte en manta de dormir,
en alimento sanador del espíritu, en amuleto para conciliar el sueño.
La ciudad nocturna es otra voz: el eco desgarrado de quien sufre,
la sonora risa de quien se ha embebido con música, con licor,
con el amor de las esquinas y las avenidas y las calles perfumadas.
La ciudad nocturna dialoga con lo indecible: un monumento
de carne metálica se aferra a un rojo recuerdo, un río por debajo
de las aceras trae los sueños de las laderas, un callejón
que feliz ha huido de la artificial luz de vigilantes lámparas;
el mundo para aquel que concede sus pasos a la terrible soledad
de lo poco luminoso es un mundo de vivas sensaciones,
de heridas mal sanadas, de intensos, hermosos y simples ahoras.

La voz que murmura los recuerdos de quien ya no está,
la historia secular del tiempo y la sangre y los rostros de antaño,
la mano que no espera ser tomada, la charca quieta, espejo de quien pasa,
las puertas cerradas, los anuncios vagos y viles colgando de las cerraduras,
las vallas de ostentosos colores prometiendo, augurando, mintiendo;
el árbol de la vida no hecho de hojas sino de cuerpos desnudos, lacerados;
una reunión de amigos, la música resonante, la clara bocina,
la mirada inquieta de quien intenta cruzar, la mirada ciega
de quien ya cruzó, la mirada de quien en piedra y en bronce
ha quedado sepultado en medio de la soledad de las calles.
Una playa donde no hay arena, una avenida ruidosa,
un parque de humo sacro, de murmullos, de pupilas inquisidoras,
un café ostentoso, un café a medio cerrar, una tienda
esperando el primer comprador del día, un basurero hurgado,
una fotografía sin palabras porque ya todas las ha dicho,
un alto monumento a los antiguos telares, una calle
con rosas y con historia, el hombre, la mujer desprevenidos,
el hombre, la mujer prevenidos; el cansancio, la rapidez,
la quietud, la espera, el soliloquio del que ha comprendido
ser cuerdo en su locura, lo buscado y jamás hallado,
lo hallado y jamás buscado, un libro, un espejo, una manta,
una llave en las aceras, un olor a cotidianidad, un olor a lluvia musical.
Estas cosas, tal vez, sean la ciudad de frágil carne y de honda primavera…

Hablábamos de la noche



2
Hablábamos de la noche como de la memoria, del tiempo y de las heridas en el corazón. Hablábamos de la música y de los libros, de las hojas del sauce, de Shakespeare, del amor y de las cosas idas. Hablábamos sin hablar, con la mirada, con el tacto, concediendo al tiempo el don de consumar a su paso lo que debida y dolorosamente callábamos.

La tarde es de oro...



1.
La tarde es de oro y de hierro y es irreversible: ríos de luz colman la página, agua rumorosa vertida en cántaros de piel, palabras sin voz, sin aire, palabras eco, palabras llama, palabras nubes se desprenden en el borde último de la página. También escribir es cifrar un destino sin nombre, acaso inabarcable; también escribir es vivir y es respirar y es mirar la alargada sombra que extiende el ocaso sobre los pasillos y las horas y los sueños.
Yo me demoro en la blanca página sin trazos, allí donde el comienzo es fin y las palabras sin decir, ya dicen. Yo tristemente celebro la luz que se agolpa en el silencio; en el dorso desnudo de su tacto yace la escritura que aún no descifra la huella de mis manos.

(C) Wilson Pérez Uribe

La Infancia Literaria en el Congreso Internacional de Educación en Medellín



El texto La Infancia Literaria: espirales en torno a Egipto, Roma y la civilización azteca, realizado por Wilson Pérez Uribe en torno a las novelas Copo de Algodón (Ediciones El Naranjo, México 2010) y Querida Alejandría  (Norma, Colombia 2007) será presentado por su autor en el Congreso Internacional de Educación: Tendencias en investigación y formación de maestros, que tendrá lugar el 8 de octubre, en la Universidad Luis Amigó, en Medellín, como ponencia en la mesa de Infancia y Familia.