Cerrar la puerta...




Cerrar la puerta de la habitación, encender unas cuantas velas entre el aroma cautivante y vívido del sándalo, y sentarse en un rincón a escuchar a Arvo Pärt, mientras afuera llueve y hace frío.

Cada nota, desperdigada, lanzada con una delicadeza terrible, responde a una continuidad. La música de Arvo Pärt es lenguaje tenso y dúctil como el aire, sus composiciones sacras para piano representan el consuelo último de quien hoy ha decidido indagar sobre sus palabras. Estoy envuelto en unas sábanas, tal vez dispuesto a reconocer que el amor es un camino proporcionalmente incapaz de ser recorrido, que la poesía no es un manantial sereno e inagotable, sino que se ahonda en turbulencias que, luego, la aclaran como un espejo. El aire es Für Alina, composición instrumental de 1976. El aire está tatuado de un gesto olvidado, de una sensibilidad remota y a la vez cercana. El piano está en mis oídos, desde el exterior al interior viene la música como un hálito fresco, sin requerimientos de ideas y utilidades vulgares. El piano y el violín donde Arvo Pärt compuso su Passacaglia me hunden en un tumultuoso misticismo: “la música es la melodía cuyo texto es el mundo”, sintió Schopenhauer; “hay música fresca con la que uno se desaltera”, confesó el Alexis de Marguerite Yourcenar.

Yo habría querido que la armonía me cegara o me contuviera, que la brevedad de una nota, de un impulso sonoro acallara mis palabras. Yo habría querido superponerme con firmeza frente a lo denso, lo impasible, lo inalterable. El mundo se acumuló en un instante, luego de que una obra como Magnificat me revelara una persistencia sagrada en cada acto, en cada palabra: era un aroma denso que me aturdía mientras me aclaraba; era la demorada estación otoñal revelando un continuo transitar, una mirada perdida entre la multitud, la escasa importancia de alguien que lloraba mientras unos tantos cruzaban la calle. En esta hora de música, el mundo fue lo bastante sincero conmigo, me inclinó, en un sentido culpable de la emoción, a preguntarme si las cosas en su sosiego de objetos comunes, ambicionan tornarse en humo, en leve bruma, en tersa ola.

Escribir



Escribir el tiempo de la luz entre el follaje. Escribir la duración del tacto sobre la temblorosa carne del otro. Escribir que hay un recuerdo, vago, del ayer, y tras su aroma, el olvido tensando los hilos. Escribir que no hay un comienzo cierto ni un fin definible. Escribir que, secretamente, algo nos hiere y nos duele y nos purifica. Escribir para decir lo que se calla. Escribir para callar lo dicho, lo tantas veces ultrajado, lo desnudado, lo apartado de ti y de mí. Escribir porque las palabras re-velan este instante. Escribir porque al cerrar los ojos las palabras velan el tiempo en la luz de su eternidad. Escribir con palabras dictadas por los ojos. Escribir con la mirada, con el labio, degustando, contemplando. Escribir, porque escribiendo se fluye en el respirar, porque escribiendo el vuelo del pájaro de rama en rama se hace instante, temblor sonoro, palabra que transita en la piel.

(C) Wilson Pérez Uribe